En Origen, la película de Christopher Nolan, una canción se filtra por los estratos de un sueño como el agua por las anfractuosidades de una cueva. La voz de Édith Piaf en Non, je ne regrette rien es el cordón umbilical que une el espacio segmentado de lo onírico con el mundo de la vida. El gesto no carece de ironía, toda vez que la letra de esa música mensajera invita a reírse del pasado y a reducir a cenizas los recuerdos. A olvidar para volver a empezar cimentando el futuro sobre la zona cero de la amnesia. En Blade Runner, de Ridley Scott, Rachel tienta unas notas al piano sin saber si podrá tocar, pues ha descubierto que las lecciones que tomó son sólo un recuerdo implantado. Sin embargo, al cabo eso importa poco, porque al tocar ella enciende una imagen del pasado y la hace suya, y al deslizarse por las teclas sus dedos incorporan un saber que se había vuelto extraño, unheimlich. Entonces surgen del piano las notas nocturnas que transforman el silencio del pasado en el sonido del tiempo recobrado. Y en Casablanca, la obra maestra de Michael Curtiz, Rick tiene prohibido a Sam que vuelva a tocar As time goes by, la canción que compartió en París con Ilsa años atrás, porque siente que el tiempo ha dejado de pasar al compás en que antes lo hacía, y algo de sí mismo permanece encallado en el espacio que fue de ambos. No sorprende, así, que no desee enfrentarse a esa melodía que le invade sin filtros y le deporta desarmado a las horas que fueron su dicha, hoy estragada.