13 de marzo de 2014

Ante el horizonte

Gerhard Richter, Landschaft bei Hubbelrath, 1969.
En los años setenta, Reinhart Koselleck quiso tomar el pulso al tiempo histórico capturando la tensión entre ‘experiencias’ y ‘expectativas’. La experiencia, apuntó, es un pasado presente, que puede ser activado o recordado de forma intencionada o inconsciente, en tanto que la expectativa es un futuro presente, imaginado a través de la esperanza y el miedo, de la voluntad, el deseo, la curiosidad o la adivinación. Ambas son categorías recíprocas, pero no simétricas, porque el antes y el después nunca se sueldan ni comparten sustancia. La experiencia conforma un espacio, un conjunto que reúne en un mismo plano diversos estratos de tiempo, mientras que la expectativa dibuja un horizonte, un límite, una línea tras la cual un nuevo espacio de experiencia se vislumbra, pero aún no se puede contemplar.

Ansel Adams, Near [Grand] Teton National Park, sin fecha.
“Siempre, ante la imagen, estamos ante el tiempo”, escribe George Didi-Huberman. Pero ese tiempo no es un pasado simple, tampoco un pasado perfecto, como querría el historiador en busca de la concordancia de los tiempos, de la eucronía de las vidas y las obras, de textos y contextos. Ese tiempo es el de la memoria, que es un refugio de jirones de instantes, de heterocronías y discordancias que pulverizan las cronologías. Y ese tiempo, cuando alcanza al presente, provoca una chispa, un fulgor, una colisión que revela el anacronismo que atraviesa todas las contemporaneidades. Para hacerle justicia, el historiador del arte acude a la noción de ‘supervivencia’, que descubre en la temporalidad de las imágenes las grietas, las latencias y los síntomas, los umbrales, y las memorias enterradas y emergidas, salvadas y hundidas. 

René Magritte, Le Château des Pyrénées, 1959.
Me acordé de Koselleck después de visitar, a mediados de febrero, la exposición Ante el horizonte en la Fundació Joan Miró de Barcelona. Llegué atraído por el cuadro de Magritte que coronaba la muestra, pero en el camino hallé agradables sorpresas. La primera fue la disposición de las obras, que generaba entre las representaciones del horizonte creadas desde el romanticismo hasta nuestros días conversaciones a través del tiempo. Una idea que seguía abiertamente los pasos de Didi-Huberman, considerando que, ante el horizonte, también estamos ante el tiempo —quizá ante un tiempo disyunto, desarticulado, y por tanto aún no atrapado en una de las formas en las que ha querido apresarlo nuestra cultura: la línea, el círculo o la espiral—. Pero, sobre todo, creyendo que el anacronismo es la piedra de toque para pensar ese tiempo.

Emil Nolde,  Sommerwolken, 1913.
Las otras sorpresas llegaron de la mano de algunas obras y de los diálogos que entablaban entre ellas. Por ejemplo, de la potencia evocadora que compartían el horizonte crepuscular del poniente alemán de Gerhard Richter y el horizonte abierto, aunque encapotado, captado por Ansel Adams en las llanuras de Wyoming. O del contraste entre el horizonte quieto y limpio del mar de Japón según Hiroshi Sugimoto y las nubes de verano del horizonte encrespado de Emil Nolde. O de la reveladora alineación del horizonte quemado de David Hockney y la inversión del horizonte en la grisalla industrial de Georg Baselitz. O, en fin, de la conexión inquietante entre el horizonte lejano de la exploración y la colonización del horizonte en las fotografías de Isaac Julien y Zineb Sedira. Sin darnos cuenta, podemos estar quedándonos sin horizontes.

David Hockney, Less Trees near Warter, 2009.
Lazo y límite de la percepción, el horizonte define nuestra visión del mundo desde la invención de la perspectiva, de los puntos de fuga donde las cosas convergen, culminan y después desaparecen. El horizonte se compone de esos puntos, pero es más que la suma de sus partes. Es esa línea infranqueable que revela la radical historicidad de la mirada y nos confronta con la finitud de la experiencia, pero es también esa guía imprescindible sin la que andaríamos desnortados. Por eso necesitamos un horizonte lo más extenso posible, una miríada de puntos de luz en el firmamento. No hay expectativa sin experiencia, tampoco al contrario, pero ninguna puede deducirse de la otra, porque entre ambas se extiende el territorio de la imaginación. Allí donde tenemos que cultivar las semillas del tiempo si no queremos que un día sea solo una tierra alambrada o baldía.

Zineb Sedira, Vue Apocalyptique, 2012.