30 de septiembre de 2014

Territorio interior

“A menudo, un sentimiento de inquietud me invade en las encrucijadas. Me parece que en esos momentos, que en ese lugar o casi: ahí, a dos pasos sobre el camino que no tomé y del que ya me alejo, sí, es ahí donde se abre un país de una esencia más alta, donde habría podido vivir y que ahora ya se ha perdido”.

Este es el relato del viaje iniciático de Yves Bonnefoy en busca de un espacio perdido, guiado indiciariamente por la trémula brújula de un sentimiento sin nombre. Una experiencia sublime que solo se deja prender a través de una prosa transmutada en poesía. En una lengua de fuego que infunda al lector el calor de esa experiencia.

Las palabras que evocan el territorio interior eluden la interpretación. El hermetismo se muestra esquivo a la hermenéutica. Ningún comentario puede responder a ellas porque no consienten que el lector se quede al margen. Demandan que este acuda a su encuentro desarmado e incorpore la experiencia que transmiten. Es quizá la única forma de entrar en la órbita de su sentido y de empezar a decir la experiencia a través de sí mismo como otro. Una escucha atenta, una lectura responsable, tienen que aceptar la invitación a ese viaje interior.

La búsqueda del territorio interior es una experiencia liminar, como seguramente lo sea toda verdadera experiencia. (“Olvidamos los límites, que son la potencia, sin embargo, de nuestro ser en el mundo”.) Por eso empieza en una encrucijada. Pero esta es tal, descubre el poeta, que no solo escinde el camino, sino al ser mismo que lo transita. Porque al elegir un camino se decide también, interiormente, el ser que va a encarnarse en su curso.

Nos dejamos la piel en cada mudanza. No es solo que una línea de sombra nos advierta que una región de nuestra vida debe quedar atrás, como percibió Joseph Conrad. (“¿No conserva el lugar nada de lo que tuvo lugar? El ser se olvida a sí mismo, instante a instante, ¿y soy yo, solo yo, el que debe recordar?”.) Es también que, subterránea y subrepticiamente, existe una línea de sombra que fractura en todo momento nuestro ser, del mismo modo que una niebla de posibilidades abruma de indeterminación cada actualidad. “Y es verdad que ahí dejé una de mis sombras: errando en las frescas salas, bebiendo el agua de los inmensos cántaros… y que un día, per fretum febris, junto a otras sombras tendré que encontrar”.

Bonnefoy busca en al arte del Renacimiento y del Barroco, en Italia y en Grecia y en sus lenguas muertas —en el latín, “álgebra de la palabra en exilio”— los indicios de ese territorio donde la realidad y el sueño han acordado su reconciliación. “Yo soñaba otro mundo. Pero lo quería de carne y de tiempo, como el nuestro, donde fuese posible vivir, cambiar de edad, morir”. Los paisajes podrían ser otros, probablemente. No así la brújula y ese sentimiento sin nombre, el amor a la belleza, cierta nostalgia del absoluto, y la confianza palpitante en la posibilidad de un ailleurs.

No hay propiamente viaje, sino mera errancia, sin la experiencia interior de los umbrales. “Noche enigmática, noche sagrada, donde me preguntaría, mientras el tren avanzaba monótonamente sobre el campo invisible o atravesaba un túnel o se detenía por un minuto en las orillas silenciosas de una estación: ¿es aquí donde termina lo que abandono?, ¿es aquí donde el otro mundo comienza?”. Quizá tampoco sin la visión de las sombras del tiempo en cada momento de duda o tormento. Desde ahí, desde ese lugar o casi, un temblor interior o una memoria más profunda que la conciencia alcanzarán por fin a tocar “el tiempo verdadero, aquel que no tenemos el coraje de concebir, el tiempo que tiene dudas (o fallas), pausas que son nuestra oportunidad siempre perdida”.

Pero también recobrada. “En el lugar donde parecía haber triunfado la muerte, en realidad se perpetuaba la existencia; esa idea cayó sobre mí como un encanto”. Porque “siempre hay más por venir, siempre queda, un poco más, un minuto, la lanza, un segundo, la fiebre, y otro segundo, el sueño —la lanza, la fiebre, mi dolor y la palabra, el sueño—, y también el interminable tiempo que ni siquiera vacila ni aminora el paso tras nuestro acabamiento”, como escribió Javier Marías. Y así el deseo de presencia encuentra su lugar en el tiempo de los fantasmas, de las sombras que están en un lugar sin ocuparlo, en constante ronda de noche, cuando aprende a discernir en la penumbra la supervivencia de las luciérnagas y a navegar, con todos los sentidos, por el mar de la “plenitud vacante”.

Lo que es y no es, aseguró Wallace Stevens, es. De suerte que, “si el territorio interior ha permanecido para mí inaccesible —y aun así, lo sé bien, siempre lo he sabido, no existe— no es por eso completamente ilocalizable”. Quizá se encuentre donde entendemos que no hay belleza sin tiempo, donde hallamos una pausa de amor y una mano para ponernos en marcha, donde miramos en la brecha que somos sin abismarnos. Donde atisbamos que nuestro destino no es ningún paraíso, sino l’arrière-pays de la finitud conquistada.