20 de mayo de 2015

Elegía mediterránea

Refugiados albaneses en Brindisi, Italia, 1991. © Associated Press. 

No hace mucho tiempo, este mar nuestro fue descrito como el mar del olivo, como un mundo de corazón monocromo donde una luz exacta enciende las olas y las orillas. Frente al Atlántico, que de un polo al otro refleja los tonos de todas las temperaturas de la tierra, el Mediterráneo posee un clima sereno que asemeja los paisajes y acerca a sus gentes. Hoy, sin embargo, ese mar que ha alumbrado tantas y tantas civilizaciones es el espectador silencioso de un melancólico bucle de tragedias.

Grecia, donde la legendaria luz del Ática todavía incendia el color de los rostros, el blanco de las piedras y el verde de los pinos, está sujeta a una despiadada operación de saqueo en nombre de una deuda desaforada. Atenas presencia miles de manifestaciones en defensa de la democracia que son sofocadas con gases y dispositivos antidisturbios. La cuna de la democracia, que resistió heroicamente a los persas, está en trance de sucumbir a la desmesura de los bárbaros del norte.

Siria, auténtico crisol de civilizaciones que fue egipcia, hebrea, asiria, babilonia, griega, romana, bizantina y otomana, tuvo en la ciudad portuaria de Ugarit uno de los cruces de caminos más importantes de la edad de los metales. Estos días nos llegan noticias de que un califato terrorista está a las puertas de la antigua y bellísima Palmira, la ciudad de la palma de dátiles, la de las diez mil columnas. En la batalla que allí se está librando tal vez está en juego el futuro de los últimos restos de un sueño naufragado. 

Palestina, otrora tierra santa, suelo de reinos imaginarios y encrucijada de religiones, parece ahora una tierra baldía que presencia la interminable guerra que desde el fondo del tiempo enfrenta a los hijos del Libro, condenados por su dios a matarse entre hermanos como descendientes signados por la marca del padre, Caín.

Lampedusa, la isla más meridional de Europa, era hace escasas décadas un lugar de arenales blanquísimos, pescadores de esponjas y cálidas aguas turquesa. Hoy es el destino aciago de miles de personas del Cuerno de África, transportadas a través del desierto en condiciones misérrimas, embarcadas clandestinamente en los puertos de Libia, y a menudo abandonadas a su suerte, que llegan a sus costas en un estado lamentable, y allí son encerradas en campos que llaman de acogida antes de ser devueltas a sus lugares de origen. Pero no hay para ellas retorno posible.

Y, sin embargo, el Mediterráneo es, y no puede dejar de ser, el mar del reconocimiento. Porque su historia transcurre a la sombra de Ulises, un viajero por voluntad de los dioses que alcanza los confines del mundo conocido solo para convertir el viaje de regreso a casa en la metáfora absoluta de la civilización mediterránea. Una civilización siempre abierta a los enigmas de la mirada del otro, siempre dispuesta a surcar otros mares, y también a vagar hasta llegar al lugar de los hombres que no conocen el mar.

Así pues, no es el olivo ni el clima ni tampoco la luz lo que hace uno al Mediterráneo, sino la posibilidad de reencontrarlo tal como una vez fue escrito, de vislumbrar lo que un día fue Ulises observando a los pescadores que juegan a las cartas en Rodas o en Chipre. El poema que una vez recorrió este mar lo convirtió en un mar de escritura. Un espacio que asegura la identidad entre la memoria del mito y la razón de la historia.

La historia la escriben los vencedores, pero es por poco tiempo. En el dorso del tiempo de los reyes y de las crónicas, transcurre el tiempo largo que atesora la experiencia de los vencidos. Y el Mediterráneo, en su permanencia esencial, es la superficie de inscripción del tiempo que hace posible transmitir el tesoro de los saberes olvidados. Por eso es preciso recobrar ese mar como ágora de civilizaciones, como espacio de encuentro, como isla de historia, y no como archipiélago de cuerpos aislados. Las columnas de Hércules no pueden ser más una alambrada.  

La legibilidad del mundo mediterráneo nos demanda nuevamente que descifremos el significado del viaje de retorno para que reescribamos en su corazón monocromo el vínculo entre cosmos y hogar. Así que nuestra suerte, la suerte de Europa quizá, depende de que volvamos a echarnos a la mar y emprendamos, tras las huellas de la primera odisea, no la búsqueda de la gruta del Cíclope, los sauces del bosque de Perséfone, la isla de Circe o la viña de Alcínoo, sino el viaje iniciático que nos descubra que a veces hay que aprender a ser otro, e incluso a ser nadie, para volver a ser uno mismo.