El 27 de enero es una fecha
señalada en mi calendario sentimental. Es, además, el día internacional en
memoria de las víctimas del holocausto, el aniversario de la liberación de
Auschwitz, oscuro y frío emblema de aquel ‘universo concentracionario’. Un mundo de
espanto al que perteneció también el campo en el que transcurre la historia que
deseo contar. La instalación se emplazó en la colina de Ettersberg, cerca
Weimar, y estuvo operativa hasta abril de 1945. Empezó a construirse diez años antes en
medio de un hayedo, que desapareció cuando se arrasó el terreno para levantar
barracones y alambradas. Pero el recuerdo de lo que una vez fue ese paisaje
ahora depuesto permaneció agazapado en el nombre que dieron al campo de
concentración: Buchenwald, o ‘bosque de hayas’.
En la cima del cerro donde fue construido se erguía un roble que se salvó de la devastación. Según parece, hacia finales del siglo dieciocho, cuando Weimar y la vecina Jena eran el
hervidero del romanticismo gracias a Schiller, Schelling, Fichte o Herder, la sombra de aquel
árbol era uno de los lugares preferidos por Goethe en sus paseos. La
conservación de esa porción de bosque dentro de Buchenwald es, según se ha
dicho, el símbolo de una era que hizo —que ha hecho— el trágico descubrimiento
de las afinidades electivas entre las más altas cotas de la cultura y la más hiriente
deshumanización.
Jean Améry, Robert Antelme, Stéphane Hessel, Imre Kertész, Jorge Semprún o Elie Wiesel son solo algunas de las figuras que han dejado constancia de su experiencia en el lugar, pero allí
estuvieron presas más de doscientas mil personas y perecieron cerca de
cincuenta mil, todas encerradas tras una verja con un lema tan siniestro como
el que presidía la entrada de Auschwitz. Desde el interior de Buchenwald se leía:
Jedem das Seine, ‘a cada uno lo suyo’. Cuando por fin esas
puertas se abrieron, y el campo fue liberado, los presos celebraron el
momento construyendo un obelisco de madera con los escombros de su antigua
prisión. Pero aquel monumento improvisado no perduró.
Tiempo después, el director del museo de Buchenwald invitó al artista Horst Hoheisel a recordar ese primer gesto conmemorativo con motivo del cincuentenario de la liberación. Él tuvo
claro que no debía rehacerse el monumento original, y en colaboración con un amigo,
el arquitecto Andreas Knitz, imaginó una placa de acero con los nombres de
todas las naciones de las víctimas inscritos en ella. Después la situó, en señal de remembranza, en el lugar exacto donde se había erigido fugazmente el obelisco. El
resultado fue un metarrecuerdo al que se llamó A Memorial to a Memorial.
Hoheisel era consciente de los rigores del invierno alemán y sabía que el campo de concentración estaba especialmente expuesto al viento y a las bajas temperaturas. Además, las
condiciones de vida y abrigo de los prisioneros eran precarias. Tanto que los
supervivientes sienten aún el frío en sus cuerpos. Por eso decidió que la placa
estuviese caliente todos los días del año, visible incluso cuando la nieve
cubriera todo alrededor. Ahora los visitantes que se acercan y se agachan para tocar
la placa sienten el calor en medio del frío.
Es posible, como se ha escrito, que un viento helado de inhumanidad sople en la torre de Montaigne, en las reglas de Yeats o en la displicencia de Wagner hacia quienes lo ayudaron en
vida. Pero a veces las semillas de lo humano florecen en los lugares más
inhóspitos. Los presos testimoniaron con su gesto que no habían perdido la
humanidad de la que otros querían despojarles. Hoheisel lo comprendió, y por
eso ajustó la placa a 37 grados centígrados.
A la temperatura de nuestros
cuerpos.
A Memorial to a Memorial. Hoheisel & Knitz, 1995. |
Para saber más sobre Hoheisel, aquí.
Y para leer el relato de un superviviente sobre el roble de Goethe, aquí.