24 de diciembre de 2012

Ingenuidad aprendida


El niño nace y mira el mundo. Tiene ante sí un universo de formas fantásticas, misteriosas y mágicas que poco a poco toman cuerpo y dejan huella. Los ojos del niño descubren cada día cosas nuevas. Él aprende, pero no deja de asombrarse, porque dichosamente su mirada todavía no distingue lo maravilloso de lo cotidiano.

El niño mira, pero también juega, toca, escucha, siente y lee. Enseña a sus sentidos a desabrochar la espesura del mundo y a liberar todas las formas que aún guarda. Sus secretos, sus tesoros. Descubre pronto que no está solo, que comparte con otros la aventura iniciática de la vida. Con ellos abre un sendero que aún desconoce las mentiras, los trampantojos o los malentendidos. Él se entrega al mundo con alborozo y el mundo le revela de buen grado sus bellezas y placeres.

Pero el niño crece y experimenta algunos sinsabores. Busca palabras para conmover a las estrellas pero no alcanza a mover siquiera un párpado. La realidad le responde con una penumbra impenetrable cuando escudriña su sentido. El niño descubre el abismo entre la infinidad del deseo y la tozuda resistencia de las cosas, y empieza a sospechar de las bondades que admiraba.

Hasta que un día, sin darse apenas cuenta, el niño que ya lo es menos sale de casa con los ojos abatidos. Su confianza de antaño, se dice, no era más que ingenuidad. El mundo se le ha quedado sin misterio ni magia ni fantasía. Sin encanto. Ha descifrado la selva jeroglífica de la sociedad en la que vive y ha aprendido a manejarse en ella. Pero ya no puede permitirse el candor porque están lloviendo piedras.

El niño ha crecido y sabe perfectamente que no van bien las cosas. Incluso piensa que los esfuerzos que se hacen por cambiarlas están abocados al fracaso. Pecan de ingenuos. Él se ha hecho mayor. Se ha mudado a una ciudadela escéptica, y su mirada condesciende con quienes tienen las pasiones intactas y no dan las ilusiones por perdidas.

Pero entonces el niño que ya no lo es se cruza con otro, en la calle o en un parque. Quizá es el hijo de un amigo de infancia. En él vuelve a ver esa mirada y la recuerda en sí mismo. Pero se apercibe de que sus ojos ya no saben mirar de esa manera, que se han desacostumbrado, y que, extrañamente, están ciegos por exceso de lucidez.

El niño ya adulto aún tiene mucho que aprender. Ha de confiar de nuevo en el mundo, en las palabras y las cosas, en los sueños y las ilusiones despiertas. Ha de alcanzar a ver la maravilla y la magia por doquiera que estén. ¿Cómo podrá hacerlo? Quizá abrazando una aprendida ingenuidad.

Mi deseo para el año que empieza es que hagamos ese aprendizaje, pues tal vez nos acerque al único lugar que, según dicen, está hecho de verdad a nuestra medida: la utopía.

Feliz 2013

Las ilustraciones: Mery Sales, Nieve-Lumbre (i y iii), © 2007.