25 de noviembre de 2012

Radiaciones

Cuando el espacio, sin perfil, resume con una nube su vasta indecisión a la deriva...
¿Dónde la orilla?

Jorge Guillén


Una soleada mañana de 1939, el diplomático inglés Harold Nicolson anotó perplejo en su diario: “Cuando bajaba caminando al lago para bañarme, apenas podía creerme la sincera indiferencia de los cisnes hacia la segunda guerra mundial”. El fragmento me ha recordado este viaje hasta los confines del universo conocido que reprodujeron en el American Museum of Natural History. Cuando lo vi hace algún tiempo, debí de guardarlo en el doble fondo de la memoria. Y ahora ha regresado su imagen, invariablemente asociada a una palabra y a una sensación.

Ruido. La cosmología nos habla de una forma de radiación que recorre el universo entero. Se dice que es el ruido —o el eco— que proviene del principio de los tiempos. El recuerdo de la gran explosión. Pero por encima de esa radiación de fondo cósmica, nosotros oímos sin descanso el ruido del mundo. No el canto de los cisnes, desde luego. Tampoco el batir de las alas de los pájaros ni la fricción de los grillos y cigarras, sino el sonido de los conflictos humanos. Ese fragor que a menudo nos satura los sentidos, nos aparta de la naturaleza e incluso nos impide escucharnos a nosotros mismos. Estridencias absurdas para las que no parece existir interruptor.

Pequeñez. El vuelo por el universo es un viaje de ida y vuelta. Como lo es todo verdadero viaje, pues nada se comprende si no emprendemos el regreso. Porque en la ida acrecentamos nuestro conocimiento, acumulamos experiencias, cruzamos fronteras y exploramos tierra ignota. Pero sólo la vuelta puede darnos una cierta perspectiva, una comprensión extendida, un horizonte que transforme nuestras experiencias en sabiduría. Con ella menguamos nuestra soberbia, templamos nuestras pasiones intranquilas, y aprendemos de corazón la contingencia de nuestros cuerpos innecesarios, de los minúsculos lugares que ocupamos.

Prestemos atención. Cuando, tras alcanzar los límites del espacio conocido, va retornando la vista a nuestro tiempo y mundo, al rato vislumbramos un diminuto punto suspendido. Seguimos acercándonos y descubrimos los contornos de la Tierra. Sólo una atracción misteriosa logra que siga una órbita y no vague sin rumbo, extraviada y confundida. Acceder a este punto de vista ha sido el gesto sublime del siglo veinte. Nunca antes se había visto la Tierra desde más allá del cielo. Nuestro planeta es frágil, es pequeño, está expuesto. Sólo procurándole el precario cuidado del que somos capaces podrá seguir siendo nuestra casa.

Una vieja ensoñación concibió la ciudad como un universo en miniatura y soñó el cosmos como una extensión fractal de la polis. El sueño de cosmópolis es el de una armonía imposible, lo sabemos. Pero nos revela que el silencio del cosmos irradia el secreto para pausar el ruido del mundo.

Si conseguimos oír el sonido de ese silencio, quizá podamos empezar a escucharnos y a explorar entre todos las posibilidades de comprendernos.

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