23 de septiembre de 2012

La fotografía


La vi por primera vez hace algunos años en una exposición sobre las formas de habitar el mundo, y ya entonces me llamó la atención. Compré el catálogo para no olvidarla, y en varias ocasiones he tratado de dar con ella, hasta lograrlo unas semanas atrás. La fotografía es de Michael Wolf, y forma parte de una serie acerca de los subterráneos moradores de la estación tokiota de Shinjuku.

Cuando la encontré pensé que era el momento de decir algo sobre ella, pues durante la búsqueda hacerlo se había ido convirtiendo en una especie de compromiso personal. Sin embargo, me resistía por miedo a que las palabras depreciasen la fuerza de la imagen. Seguramente con buen criterio, aún no me he deshecho de ese temor. Pero he resuelto escribir estas notas como agradecimiento, asumiendo humildemente su existencia secundaria.

¿Cómo empezar? Tal vez espigando la observación de Yi-Fu Tuan según la cual el ser humano siente una natural indisposición a aceptar las cosas como son, y por eso es la especie que con mayor profusión transforma los entornos en que habita. La semilla de toda cultura está precisamente en el combate contra el absolutismo de la realidad, en la capacidad de ver algo allí donde parece que no puede haber nada gracias al ejercicio de la imaginación. La cultura es en buena medida —quizá fundamentalmente— una forma de evasión. Una huida de la naturaleza, de la animalidad y, en última instancia, de la insoportable levedad del ser.

Uno de los frutos primeros de aquella semilla es el hogar, esa construcción cultural que se origina en la caverna y se entreteje tan íntimamente con la vida de sus habitantes que deviene indistinguible de ella. Se antoja entonces esencial, primordial. Crear hogar, resguardarse de la intemperie, protegerse del desamparo, es una necesidad de todo punto imperiosa, por precario que sea el abrigo o por expuesto que esté.


Y de eso es exactamente de lo que habla esta fotografía, de un hombre solo que tiene apenas unas cajas de cartón y una cuerda rayada para confeccionarse un remedo de cobijo, pero que aprecia ese lugar como si fuera de veras un hogar… su hogar. Por eso sigue la costumbre, arraigada en la cultura japonesa, de quitarse los zapatos en la entrada de las casas, aunque el suelo que él pise sea el ya gastado de una concurridísima estación. Es un gesto grave, trágico, que demuestra que el ser humano no consiente fácilmente en degradarse. Que frente al soberbio desprecio del dinero y la insensibilizada indiferencia de los pasajeros, a veces emergen del subsuelo la dignidad y la entereza y la ética del cuidado que debiera compartir nuestra humana condición.

Para saber más, Yi-Fu Tuan: Escapismo. Formas de evasión en el mundo actual, Barcelona, Península, 2003.