10 de enero de 2021

El tiempo regalado


En el año que dejamos, hemos tenido mucho tiempo para pensar sobre el tiempo: sobre las formas que le damos, las figuras en que se encarna, las liturgias que lo escanden y su carencia. El tiempo del confinamiento, homogéneo e informe, sin efemérides ni días fastos, al margen casi del calendario, ha sido un tiempo espeso, incluso plomizo, que sin embargo no ha cristalizado en experiencias o expectativas igualmente densas, porque no hemos podido moldear el magma en que se ha convertido.

Así llegaron las Navidades y, en sus horas extrañas de fiesta y recogimiento a un tiempo, la última lectura del año: El don de la siesta. La siesta como regalo, sugiere Miguel Ángel Hernández: como don, refugio, interrupción e instante de felicidad en medio de la tormenta; la siesta también como excedente: como tiempo perdido para el sistema, pero recobrado para la vida; y la siesta, añado yo, como excusa: como maravilloso pretexto para hablar del tiempo, la casa y el cuerpo.

El cuerpo, “la parte maldita de la modernidad” desde que olvidamos que el gambito de salida de lo moderno no coincide con el racionalismo descontextualizado de Descartes, sino con la reformulación del escepticismo clásico de Montaigne, como escribió Stephen Toulmin; el cuerpo al que la pandemia nos ha infundido miedo y la pantalla ha transformado en imagen; y el cuerpo, en fin, al que debemos encontrar la manera de regresar: de “mantener la relación con el tacto, con lo tangible, con la materialidad de la experiencia”, por ejemplo a través de la siesta.

La casa actual, que el año pasado “se convirtió en fábrica, en bar, en plató de televisión, en sala de conciertos, en librería, en gimnasio” donde los espacios de ocio y negocio se confundieron; la casa de la infancia donde de niño no se hacía la siesta, abandonada con una cierta “nostalgia del futuro, del tiempo venidero en el que el recuerdo ya no tendrá objeto ni lugar, en el que la casa desaparecerá del todo y ni siquiera será ya un museo”; y, entre ambas, la casa de la memoria, una morada que atraviesa el espacio y el tiempo donde habitan los fantasmas.

Y el tiempo, siempre el tiempo, y una iluminación: “Tal vez en eso consista la verdadera emancipación, en ganar el tiempo, en tratar de encontrar tácticas efectivas para resistirse a las temporalidades hegemónicas, en conquistar el tiempo propio y escapar del tiempo de los demás”. No en vano, Giorgio Agamben esgrimió que la primera tarea de una auténtica revolución no es cambiar el mundo, sino cambiar el tiempo. Conquistar la siesta, el descanso, es también conquistar ese tiempo propio y empezar a tomar conciencia de su importancia, ya que, si hoy por hoy no tenemos tiempo, es porque “el tiempo nos tiene a nosotros”. Es hora de recuperarlo… y regalárnoslo.

Miguel Ángel Hernández: El don de la siesta. Notas sobre el cuerpo, la casa y el tiempo, Barcelona, Anagrama, 2020.