22 de noviembre de 2020

El último comienzo

La historia se descompone en imágenes, no en historias.
Walter Benjamin
Siempre, ante la imagen, estamos ante el tiempo.
Georges Didi-Huberman
Llega un momento en que la conciencia del paso del tiempo se acrecienta con la evidencia de la desaparición: de los maestros, los familiares, los amigos, e incluso de un mundo; un momento en que ni la mente ni el cuerpo pueden alcanzar lo que ven alejarse sin remedio, “como un buque que va deslizándose por el borde del muelle”. Hallándose en tal circunstancia, el narrador de la falsa autobiografía de Félix de Azúa hace inventario de recuerdos, de las imágenes que guarda, sin las cuales “el tiempo se haría invisible y podría recorrerse todo él en un guiño”. Busca especialmente las imágenes de su entrada en la edad de la razón, aquellas que responden a la pregunta: ¿cómo empecé a saber lo que sé? Es su gesto iniciático ante la muerte; el último comienzo.

El tiempo tiene muchas formas de transportar a las personas y las cosas hacia el acabamiento, distintos ritmos y cadencias que depositan continuamente múltiples estratos en el fondo de cada presente, y que a veces aceleran hasta volverse remolinos que agitan los sedimentos y nos arrastran. “De ahí el caos de los recuerdos, que nunca llegan en orden, sino apretados los unos contra los otros en avenidas casi quietas o turbos huracanados”. Además, hay imágenes fundamentales que nunca veremos, como las de nuestro nacimiento y nuestra muerte. Pero es con el resto, con las imágenes que nos quedan en el cedazo de la memoria y el tiempo, con el que componemos nuestra historia, “o la que creemos que es nuestra historia”.

El narrador rememora “aquel minuto de aceptación del mundo con sus hermosísimos árboles, su sol y sus muchachas en flor sorbiendo café con leche”; la tertulia en París donde el maestro les transmitió el secreto de las palabras, fuerzas invisibles que mantienen el orden de las cosas; el viaje nocturno a Múnich en tren, cuando viajar conservaba todavía una temporalidad despaciosa y propia que la velocidad ha destruido; o la mirada final de su madre, en cuyos ojos oyó por última vez lo que de niño le decía cuando se iba de vacaciones: “Y ahora pórtate bien”.

Entre tantas imágenes, hay también presencias irreales: las de algunos seres espectrales que “hacen más daño una vez muertos que cuando están vivos”. En efecto, la generación del narrador vivió a caballo del franquismo y la democracia, pero su transición no fue siempre fácil: “No era fácil porque no se había producido ninguna transformación verdadera, profunda, radical, la gran aurora que todos ansiábamos desde hacía décadas seguía siendo una tarde gris, tediosa y cuartelera, no había salido el sol, aunque a la noche le temblaran los dedos de la aurora”. En adelante, por tanto, “iba a ser muy difícil echarle la culpa de nuestras frustraciones a alguien, una vez desaparecida la presencia granítica del dictador que había absorbido como una esponja colosal todos los resentimientos del país”.

Entonces llegó el desencanto y, con él, el aprendizaje de la decepción. Ese es justamente el título del segundo ensayo de Félix de Azúa, que da cuenta de la incertidumbre que se siente cuando mueren las viejas promesas de felicidad y las antiguas esperanzas se convierten en las peores pesadillas. Pero aquel fue un aprendizaje truncado. Quizá porque el desvanecimiento de un mundo provocó una quiebra en la transmisión del saber, o quizá porque se confundió el pasado de una ilusión con el porvenir de la ilusión, algunos de quienes empezaron a decepcionarse nunca terminaron de hacerlo, y no lograron jamás enseñar a ilusionarse de nuevo. Es la imagen que hoy nos falta.

“El abismo entre el pasado y el presente es a veces tan oscuro” que parece que “no puede pertenecer a la misma vida”. El hombre que envejece a veces no puede conectar con el joven que fue y su pasión intacta, y por eso tampoco consigue enlazar respetuosamente con los jóvenes apasionados de ahora, que a su vez lo desprecian. El resentimiento intergeneracional oxida los goznes del tiempo.

Pero siempre tendremos la imagen de quien un día percibió lo maravilloso en lo cotidiano, entre “el cielo de los inmortales, el aire que acolcha nuestro mundo y la tierra donde se esconden los muertos”. Y siempre podremos aprender de quien, asomado a la boca de una gruta en el borde del mar, supo ver en el crepúsculo cómo bailaban “todos los colores de sus criaturas arcaicas, rojo del mejillón hervido, carmín de la langosta cocida, bermellón del cangrejo escaldado, y luego las hilas de plata de las lijas, los grises granulados de los besugos, los blancos impuros de la tripa del pejesapo y al fondo, ya sobre el mar, el negro acorazado del erizo de mar”; y demorarse para seguir viendo cómo “las sombras iban ganando a las luces y el ocaso se acostaba con un torbellino de grises, plomos, ónices, azabaches brillantes, negros irisados que iban devorando las escasas líneas de plata que flotaban entre sus fauces”; hasta que, “de pronto, en un segundo, la noche opresiva, total, el guiño universal se impuso y nos dejó a oscuras”.


Félix de Azúa: Tercer acto, Barcelona, Literatura Random House, 2020.

De la pintura: Francisco de Goya, El entierro de la sardina (detalle), Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 1812-19.