Miles de kilómetros de tuberías en el interior del centro de datos del condado de Douglas (Georgia). Fuente: Centros de datos de Google. |
Ahora que todavía estamos acostumbrándonos a salir de casa con cierta normalidad, aunque nos pesen las mascarillas, nos abrume el sol y no entendamos muy bien algunas prisas por recuperar rutinas que se han revelado contingentes, pongo fin a este cuaderno de cuarentena con el comentario de una lectura reciente que dibuja algunos trazos del mundo en el que tendremos que vivir y resistir: La nueva edad oscura de James Bridle.
Con un pie en cada una de las dos culturas de las que habló C. P. Snow, el artista y tecnólogo constata que “la aceleración tecnológica ha transformado nuestro planeta, nuestras sociedades y a nosotros mismos, pero no ha sido capaz de transformar nuestra forma de entender todas esas cosas”. Si a esto añadimos que “las nuevas tecnologías no se limitan a aumentar nuestras capacidades, sino que las determinan y dirigen activamente”, se hace evidente que necesitamos responder a las nuevas tecnologías con nuevas metáforas que nos permitan describir y repensar el mundo resultante de los sistemas complejos. En pocas palabras, necesitamos una nueva alfabetización.
No es una tarea fácil, puesto que nuestra inteligencia no parece estar a la altura de la complejidad que han generado los procesos que hemos puesto en marcha. Además, estamos rodeados por innumerables fuentes de información y puntos de vista que no aumentan nuestro saber ni producen una realidad común, sino que nos encierran en burbujas virtuales separadas y, muchas veces, enfrentadas por la obsesión fundamentalista en las noticias falsas, los relatos maniqueos y las teorías conspirativas. Las nuevas fuentes de conocimiento lo son también de corrupción cognitiva y las nuevas redes sociales contribuyen a la “degradación de la gente corriente”, como señala el pionero de la realidad virtual Jaron Lanier. Aquello que debía iluminar el mundo, hoy lo oscurece.
En efecto, como apuntó Manuel Cruz en Adiós, historia, adiós, después de 1989 no es que la historia llegara a su fin, sino que nosotros la abandonamos. Con el optimismo propio de los años noventa, creímos que un futuro de abundancia nos permitía soltar las riendas del presente, un gesto imprudente para el que puede no haber vuelta atrás. Y ahora que se han vuelto las tornas y el porvenir parece una amenaza, aceptamos la inevitabilidad de la catástrofe que viene. El fin del futuro tiene que ver con que el vínculo entre lo que podemos hacer y lo que pueda suceder se ha roto, como ha detectado Marina Garcés en un librito que, desde el mismo título, tiene el objetivo de “poner en el centro de cualquier debate el estatuto de lo humano y su lugar en el mundo”. Me refiero a Nueva ilustración radical.
¿Qué podemos hacer que no parezca ilusorio? Para empezar, quizá tomar conciencia de que solo quien no pierde la esperanza es capaz de seguir buscando los motivos para abrazarla; además, pensar la red y pensar en red puede orientarnos en la incertidumbre; siempre que no diluya el factor humano, la cooperación entre las máquinas y nosotros puede sugerirnos cursos de acción más prometedores que los que nos proporcionará cualquier ordenador por sí solo; por último, necesitamos proveernos de herramientas de todo tipo para recobrar la capacidad de hacer historia y combatir los dogmas que nos llevan al corazón de las tinieblas.
Podemos fracasar en el intento, pero sabemos por Beckett que esa no es la última palabra. Ahora bien, si decidimos dar un paso hacia la luz en este “magnífico mundo nuevo”, debemos recordar con Huxley que “la ciencia no es suficiente, ni lo es la religión, ni el arte, ni la política y la economía, ni el amor, ni el deber, ni acción alguna, por desinteresada que fuere, ni la contemplación, por sublime que sea. Nada sirve, como no sea el todo”.