25 de abril de 2020

Los recuerdos en polvo (Cuaderno de cuarentena, 5)

De la ilustración: © Marc Pallarès.
A veces, el presente nace en la última catástrofe: cuando una línea de sombra separa nuestro tiempo del que ha de quedar atrás. Ayer, en la edad de la inocencia, “mirábamos al futuro, o cuando menos a las siguientes cinco o seis horas, y no nos sentíamos demasiado perseguidos por nuestros fantasmas, que compartíamos”. Creíamos que seguiríamos siendo los de siempre, que no cambiaríamos o no lo suficiente como para dejar de vernos o al menos de llamarnos, y que en ese mundo que se abría como una flor para nosotros permaneceríamos cerca a pesar de estar lejos.

Pero entonces llegó esa noche de mayo —noche de fiesta, noche fatídica— para cambiarlo todo y revelarnos que a veces “la vida sigue caminos que no existen hasta que los tomas”. Una explosión interpuso entre el pasado y el futuro una herida que no iba a cerrarse y una línea de escombros. Todos los planes se perdieron en la oscura espalda del tiempo y nosotros descubrimos, trágicamente, hasta qué punto es verdad que un antes y un después nunca se sueldan.

Al principio, no supimos cómo volver la mirada al agujero negro que lo engulló todo, salvo los fantasmas. El edificio en ruinas “era un fantasma sin sábana” que “no se dejaba mirar fácilmente, quizá porque aprender a lidiar con espectros requiere aprendizaje”, como nos enseñó Shakespeare. Por eso sentimos la tentación de vivir “en la convicción de que el pasado no había pasado, o había pasado hacía tanto tiempo que solo era un color amarillo en las esquinas de las hojas del tiempo”. Al cabo, sin embargo, nos dimos cuenta de que si nosotros no nos hacemos cargo del pasado, el pasado nos deshace.

El padre de Emma pisó un cedé mientras caminaba entre los cascotes, y adivinó “no una historia sino infinitas historias humanas en aquel objeto, que habría hecho bailar a muchísimas personas, alegrándolas y haciéndoles creer que la vida estaba por depararles aún miles de momentos de felicidad”. Para Violette, la doctora que acudió al lugar tras el accidente, “la tragedia puso a prueba la profundidad de la noche, capaz de alargarse años”. La hermana de Luca percibió cómo se resquebrajaba su familia y, desesperadamente, cometió el peor error de su vida. Y Hannah, la quiosquera, conservó la llave del piso, aun sabiendo que “es una llave muerta, que no abre ninguna puerta, salvo la del recuerdo”.

Cuando llegó el momento de rememorar, sentimos el dolor de pensar que podría haber ocurrido de otro modo, que debía haberlo hecho, y que “a veces en la vida todo ocurre o deja de hacerlo por muy poco”. Un poco que “puede ser un minuto, unos metros, un cambio de idea repentino”, apenas una insignificancia que no obstante decide si formas parte de los hundidos o los salvados. Pero esos pensamientos demoraban nuestro viaje al fin de la noche. “Hay hechos que admiten solo un número de vueltas de tuerca, y si les das más de la cuenta, empiezan a carcomerte y el pensamiento deriva en laberinto”.

Para escapar de él, tuvimos que aprender a recordar para imaginar de nuevo, a rebobinar con prudencia, y a dejar de intentar presionar constantemente el fast forward. Teníamos que hallar un justo equilibrio entre nosotros y el tiempo y, por fin, escribir la historia y escribir el trauma, para salir de ese día en que todo se redujo a nada, “lo entero se convirtió en roto, lo grande en minúsculo, lo pequeño en inexistente, lo importante en pérdida, los recuerdos en polvo, el futuro en pasado”.


Todas las citas —y con ellas toda mi admiración— pertenecen a la última novela de Juan Tallón: Rewind. Una oscura, preciosa gema en la que abismarse.