30 de marzo de 2020

Regreso a la caverna (Cuaderno de cuarentena, 3)

Por razones que serán obvias, estos días me he acordado de la relectura que hizo Hans Blumenberg del mito de la caverna, que descubrí hace algo más de quince años. En el relato tradicional, como puede verse en la ilustración, unos prisioneros están encadenados en una cueva y solo pueden ver, gracias a la luz de una hoguera, las sombras que proyectan sobre la pared unos personajes que se mueven tras ellos al otro lado de un muro. Como es lógico, toman esas sombras por la realidad. Sócrates nos conmina a imaginar que uno de los prisioneros logra desencadenarse y trepar hasta la salida. La ascensión ya será dura, pero lo será aún más adaptar la vista a la claridad tras tanto tiempo en penumbra. Sin embargo, al cabo el antiguo prisionero se aclimatará al exterior y a la luz solar, metáfora del conocimiento. Entonces querrá volver a la caverna para contar lo que ha aprendido y liberar a los prisioneros. ¿Cómo reaccionarán estos al verlo? Probablemente, se reirán de su recién adquirida ceguera en la oscuridad e incluso, si no deja de insistir en que escapen, tratarán de darle muerte.

El retornado fracasa por querer cumplir su tarea al modo socrático. De hecho, esta alegoría aparece en un texto platónico que puede leerse como un diálogo sobre el fracaso del diálogo, sobre el fracaso y la muerte del propio Sócrates en última instancia. ¿El filósofo naufraga porque ya no puede sostener su posición con los criterios válidos en la caverna? ¿O fracasa porque no hay nada más arduo que aceptar el ofrecimiento de la libertad? Quizá por ambos motivos: la dificultad de acceder al conocimiento y la dificultad de hacerlo comprensible, que el mismo Sócrates percibe cuando reconoce que la diferencia entre apariencia y ser no puede enjugarse a través del diálogo.

¿Eso es todo? Desde luego que no. En su magnífico Salidas de caverna, Blumenberg repara en que algo no funciona en el mito, algo desentona y queda inexplicado. ¿Por qué tienen que estar encadenados los prisioneros en la caverna? ¿No es posible que prefieran estar ahí? En efecto, para el filósofo alemán la caverna no es una cárcel, sino un refugio ante el absolutismo de la realidad. Si Platón, para quien tan importante era la anamnesis, hubiera atendido a la dimensión del recuerdo en su alegoría, en ese mito “de en medio del tiempo”, tal vez habría conjeturado que los habitantes de la caverna no precisaban de cadenas. Porque de la caverna no se parte, a la caverna se llega.

Los humanos, para quienes la vida salvaje resulta azarosa e incomprensible, buscan cobijo en la caverna. Allí pueden protegerse los cazadores y encontrar reposo los más débiles. Unos y otros pueden contar historias sobre lo que ocurre ahí fuera, historias maravillosas o fantásticas que están en el origen de la ficción; pueden dibujar en las paredes las representaciones de los animales que acechan en el exterior o son un bien preciado de caza, dando el paso primitivo hacia el arte de la pintura; y pueden dar cuenta del fin y el origen del mundo tal como hará la religión.

La caverna proporciona el alejamiento momentáneo de las inclemencias del tiempo que está en la base del nacimiento de la cultura. Por eso no es descabellado interpretar la historia humana como la extensión de la caverna, no como su abandono. Y ello, al menos en dos sentidos: primero, la creación y el desarrollo de la cultura para acceder al conocimiento del mundo que nos rodea, hasta dar con lo que en su tercera crítica Kant llamó una cosmovisión; y, segundo, la creación y el desarrollo de los refugios para protegernos de la naturaleza: las casas, aldeas, villas, burgos y ciudades, hasta dar con las actuales metrópolis.

Así pues, la caverna —nuestra casa— puede ser un amparo frente al absolutismo de la realidad. He ahí el giro que introduce Blumenberg en el pensamiento, que se aleja de la visión romántica de la naturaleza y concibe la cultura como rodeo, y que hoy debemos escuchar. El sabio Yi-Fu Tuan llegó a la misma conclusión al preguntarse por el significado de la evasión. Ciertamente, de vez en cuando necesitamos salir de la caverna para buscar sustento, aprender y explorar; las situaciones de riesgo fortalecen además la confianza en nosotros mismos. Pero permanecer en la caverna también es necesario para sentirnos a salvo, sentarnos a la mesa, cuidarnos unos a otros, hallar la calma para reflexionar y disfrutar de una soledad que no es aislamiento, sino “dulce ausencia de miradas”. Porque la caverna es lugar donde el estar se encuentra con el ser.