Vasili Kandinski, Kochel — Gerade Straße, 1909. |
Tenía, además, un motivo personal para visitar la galería de arte. Durante mucho tiempo, en el comedor de casa colgó una reproducción de una obra de Kandinski que se exponía allí, en Múnich. Aunque eso solo lo supe después de años de verla cada día y darla por descontada, sin preguntarme por el original ni por su título, cuando hojeando un catálogo descubrí que se trataba de Kochel, carretera. Me gustó reencontrarme con esos colores y formas tan familiares, sobre todo porque hacía algún tiempo que no los veía, vendida la casa donde crecí con ellos y regalada la lámina a una vecina antes de la mudanza, y no pude resistirme a llevarme conmigo otra reproducción, más pequeña, para recordar la anterior. La nostalgia en la era de la reproductibilidad técnica.
Vasili Kandinski, Eisenbahn bei Murnau, 1909. |
En 1908, Kandinski recaló en la pequeña ciudad bávara de Murnau con su pareja, la también pintora Gabriele Münter. El paisaje de Ferrocarril cerca de Murnau es, seguramente, el que ambos veían desde su ventana. Un hermoso jardín y un entorno idílico coronado por un castillo que, de súbito, se ven sacudidos por la irrupción del tren, que surge de una mancha completamente negra y se precipita a través de la composición como una sombra amenazante. La violencia de la mecanización es un asunto que preocupó al artista en esos años en que Europa aceleraba hacia la guerra. No solo por la fractura que introducía en el mundo rural, sino sobre todo por las tribulaciones que anunciaba en el reino del espíritu.
Vasili Kandinski, Impression III (Konzert), 1911. |
Vasili Kandinski, Das bunte Leben, 1907. |
Al contemplar el cuadro, percibí que, en el fondo, era el mismo que había pintado Georges Seurat en 1884, Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte —al que, por cierto, dedicó John Hughes una tierna escena en Todo en un día—. A solo unos minutos de París en tren, esa isla era uno de los lugares de recreo más concurridos por las nouvelles couches sociales de la ciudad, que Seurat nos muestra en perfecta armonía. Así, el hombre que yace tumbado en primer plano, con la camiseta de tirantes roja y la pipa, y el que está sentado detrás, con bastón y sombrero de copa, pertenecen a estratos sociales distintos, pero en la pintura están unidos por la posibilidad de disfrutar de la joie de vivre.
En ambos cuadros hay sin duda cierta dosis de idealización. Pero los dos expresan un ideal mesocrático cuyo crepúsculo coincidió con el amanecer de la era de los extremos y la destrucción de lo que Stefan Zweig llamó “el mundo de ayer”. Hoy, sin embargo, aquel tiempo perdido regresa como un ideal a nuestro alcance para pensar el mundo de mañana, en el que deberemos sellar las brechas —o al menos lograr que no sean insalvables, transformar la escisión en lo que François Jullien denominó un écart, una distancia fértil— entre reaccionarios y vanguardistas, viejos y jóvenes, ricos y pobres. Recluidos como ahora estamos, además, Kandinski excita nuestra imaginación y nos desvela lo que quiso decir Marguerite Yourcenar al escribir que el color es la expresión de una virtud oculta: aquella que nos revela la belleza de la repentina densidad de la vida.
Vasili Kandinski, Strandkörbe, 1904. |