17 de marzo de 2020

Exilio en Straus Park (Cuaderno de cuarentena, 1)

Jorge R. Pombo, “Paris/New York”, © 2013.

En estos días de encierro, descubro en la New York Review of Books algunos clásicos de su archivo. Me sumerjo en un texto que escribió André Aciman en diciembre de 1997, diez años antes de publicar Llámame por tu nombre. Una anécdota, el vallado y la posible destrucción de un pequeño parque neoyorquino, da pie a una bellísima reflexión sobre la condición del exiliado y la ciudad como espejo del mundo de una vida.

¿Por qué ese desasosiego ante la temida desaparición de un sitio casi insignificante y ni siquiera demasiado hermoso? Nacido en Alejandría en 1951, Aciman percibe que su actitud responde a un impulso común a todos los exiliados: buscar su patria en el extranjero, tender puentes entre aquí y allá, “reescribir el presente para no dar el pasado por perdido”; de ahí la voluntad de rescatar cosas en todas partes, como si hacerlo en el lugar donde vive significara hacerlo también en el lugar que abandonó.

Querría el alejandrino que todo siguiera igual en su ciudad de acogida. Quizá porque, al haber extraviado sus raíces e incluso la capacidad de hacerlas crecer de nuevo, todo cambio le resulta perturbador. Un exiliado, nos dice, “no es solo alguien que ha perdido su hogar; es alguien que no puede encontrar otro, que no puede pensar en otro”.

Confiesa Aciman que detesta que las tiendas cambien de nombre como le disgusta que se sucedan las estaciones. Y no es porque prefiera la primavera al verano o aquella vieja tienda a esta nueva, sino porque toda mudanza le recuerda cuán frágil y quebradiza es su conexión con el lugar y agudiza su sensación de que entre la curvatura de su tiempo y la de la ciudad donde habita hay una distorsión insalvable, una heterocronía primordial. Y eso le aproxima a su gran temor al temblor: a que sus pies no estén nunca completamente firmes en el suelo, a que el suelo bajo sus pies no sea jamás completamente firme. En la desaparición de las pequeñas cosas lee los signos de su propia caducidad, pues “un exiliado lee el cambio como lee el tiempo, la memoria, el yo, el amor, la belleza o el miedo: en clave de pérdida”.

Volver a Straus Park todos los días se convierte en parte del ritual de recordar las ciudades en la sombra escondidas allí, aquellas en las que ha transcurrido su vida. Porque, en efecto, a veces le parece que la calle 106 no desciende hacia Central Park, sino que se adentra en una pequeña ciudad costera de Italia; que la fuente seca del parque Straus de repente mana agua y se traslada a una plaza de Roma donde remojarse los pies descalzos en verano; que tras los árboles de Riverside Park no discurre el Hudson, sino el Sena, no el final de Manhattan, sino el principio de otra bulliciosa ciudad; una ciudad que a veces es París, pero otras no es ninguna de las que conoce, sino una que le invita a acercarse, esa que él inventa a cada rato y al siguiente teme haber empezado a olvidar.

Pero, por encima de todo, en Straus Park descubre “la memoria del agua”. Vuelve al lugar “para recordar no tanto la belleza del pasado como la belleza de recordar”, pues se da cuenta de que amar mirar atrás no significa amar las cosas que uno mira. Así es como, un día, en la tesitura de dejar Nueva York por Roma, toma conciencia de que no quiere marchar, de que prefiere su Italia y su París del parque Straus, del mismo modo que a veces prefiere las postales y los libros de viajes a los lugares que describen, los libros de arte a las pinturas, las grabaciones a los conciertos y las fantasías a las personas con las que fantasea.

Nueva York deviene su hogar, precisamente, porque es el lugar desde el que puede empezar a estar en otra parte. Y, de todas esas partes, en última instancia Alejandría, su Alejandría, una ciudad irreal que inventó mientras estaba en Roma y en París, pero que no es una más de sus ciudades invisibles, sino su ciudad interior.