26 de octubre de 2018

La bufanda roja

En 1964, un texto, un poema. Y, en él, un sobre vacío, una dirección y un nombre, un tren hacia Toulouse, una gran casa y una muchacha, y un recuerdo, o todavía su sombra, que emerge desde el fondo de la memoria de un hombre ya viejo, “como el negativo de una fotografía en blanco y negro”, o una mala imagen sobreexpuesta, en la que sin embargo se distingue una bufanda roja. La percepción de ese color ahí donde no parecía que pudiera haber nada, “en la espesura del blanco y negro”, es el primer misterio. Pero el poema queda inconcluso, guardado en una carpeta junto con “una larga cadena de intentos y de abandonos”, como “lo incesantemente interrumpido, lo inacabable”.

En 2015, otro texto, unas memorias. Y, en ellas, el deseo de conocerse mejor, de saber por qué el recuerdo de aquel antiguo texto ha ido volviendo en ciertos momentos de la vida, y la intuición de que ese poema ya no puede prolongarse añadiendo versos, sino, justo al contrario, indagando su interrupción, ese enigma, analizando “los estratos de significados que recubren el sentido, pero que también lo revelan” cuando se dejan atrás las ensoñaciones y la atención se concentra sobre la propia vida, al sentir llegada la hora de hacerse verdaderas preguntas, el “gran tiempo”.

Se impone, pues, auscultar lo que ese escrito de cincuenta años atrás dice de su autor, Yves Bonnefoy, porque el primer descubrimiento es precisamente que aquella “idea de relato” trata sobre su propia existencia y la relación con sus padres. Sí, “ese hombre ya viejo que quiere poner orden en su pasado” no es otro que el propio poeta, y ese otro hombre, en Toulouse, que dejó su nombre y dirección en un sobre vacío es Élie, su padre. Y la bufanda roja es lo que les une, “de una forma al mismo tiempo invisible y esencial; es la paternidad y la filiación”, eso que llaman el vínculo o los hilos de sangre.

Y aún hay más, pues en el doble fondo de la memoria se oculta otro recuerdo. Una muchacha, en efecto, que abre la puerta con la expresión perdida. Es Hélèle, su madre, que le reclama justo antes de que el poema se interrumpa, abruptamente, como si el inconsciente del hijo quisiera borrar haber oído esa llamada, que quiere transmitirle lo que espera de él, ese deseo que nació cuando se encontró en esa “gran casa” con Élie, el futuro padre, en el instante en que iba a entregar su “virginidad metafísica”: la relación con el mundo anterior a “las decisiones que obligan a un destino”.

Pero ¿acaso no sostenía esa muchacha, ella también, una bufanda roja? Esa bufanda era su sangre, la de su tierra natal, y no la de la tierra más ruda del padre, que “no había podido ser un niño lo bastante feliz o durante el tiempo necesario como para acordarse de la bondad de ese primer ser en el mundo”.

Ahí está el origen de la alianza entre Élie y Hélène, pero también de su disparidad, cuajada en sus largos silencios: el de ella, que nacía del “apego a los lugares y maneras de vivir de su infancia”, que su memoria transformaba en mutismo por haber perdido “ese ser del niño en el mundo para el que todo es inmediatez y presencia” —por eso las palabras del hijo permitirían a esa mujer todavía joven regresar a “la intensidad nunca olvidada de su origen”—; y el de él, que surgía en cambio de las tierras áridas de la meseta, donde el ritmo de los quehaceres y los días incitaba a permanecer callado, y se prolongó en el trabajo que lo obligó a “hablar en abstracto” y a abandonar las palabras que le habrían mantenido en contacto con la cerca de la casa, el árbol del camino, la roca del arroyo y el claro del bosque. Y aunque no amó el discurso de la vida adulta ni hizo suyas “las palabras que analizan y legislan”, solo supo perder las palabras de su infancia.

Y, entre los dos, por fin, el poeta, que se reconoce en “ese hombre, ya viejo” que vuelve sobre su pasado, pero no para añorar un tiempo en ruinas, sino para reencontrar todo su ser, con sus deseos, ambiciones, recuerdos y olvidos, y “tal vez todavía todas sus posibilidades”.

Ese hombre que eligió dedicar su vida a un uso de las palabras del que su padre se sentiría incapaz. “Hablaría esa lengua más avisada y él solo percibiría su extraña superficie, algo que solo podría encerrarlo todavía más en el discurso triste del taller, de la preocupación cotidiana, del periódico que trataba de leer al llegar la tarde”. El padre murió muy pronto, demasiado, y él tampoco supo, en los años que siguieron, devolver a su madre la virginidad metafísica. Aquella fue una oportunidad perdida.

No era tarde, sin embargo, para recibir una vez más la bufanda roja, “esa tela en cuyos pliegues el mundo parecía todavía el ser, la unidad, todavía algo que daba sentido a la vida”, aceptar ese don inconsútil y romper “el silencio heredado”. Desde entonces, iba a consagrar sus palabras al espacio de la existencia efectiva, al aquí y al ahora, “el hogar donde puede surgir una llama de algunos restos de brasa meditadamente unidos”, porque aprendió que las palabras se enfrían cuando abdican “de su tarea de aquí y ahora en la vida”, cuando se olvida que “su verdadera función es ayudar a aquel que escribe a descubrir quién es” y a comprender que esa singularidad “es su único camino hacia lo verdadero”.

Y ocurre que, a veces, solo es posible desbrozar en ese camino, frondoso pero entreabierto, regresando a la patria de la infancia y, recobrada la memoria de la presencia, liberando la voz de la muchacha “que había depositado toda su hermosa esperanza en el don de una bufanda”.