31 de diciembre de 2017

Revolución


La Navidad, dijo un teólogo, es la irrupción de la eternidad en el tiempo. No pertenece por tanto a un momento o una época, ni siquiera a la historia, sino que apunta al más allá de los límites y corsés del tiempo. Por eso, cuando llega, nos conmina a dejar de mirarnos con los ojos prestados de inviernos pasados, a impugnar las rutinas de óxido y las tradiciones cansadas, a levar anclas, izar velas, cambiar de rumbo, alzar la vista y perseguir con denuedo lo inesperado y lo desconocido. 

Hay en la Navidad, por todo ello, un impulso revolucionario que asalta, detiene, invierte y transforma el tiempo. Una llamada a trastocar el orden y los regímenes y alcanzar logros nuevos, a soltar lastre, interrumpir los cálculos, acallar las afrentas y dejar las armas para tender puentes y saltar por encima de las simas de ceniza y huesos. Mirando siempre, con cariño y tiento, a quienes están a nuestra vera y a los vulnerables, los oprimidos, para luchar todos contra la miseria, la necesidad, la ignorancia y el miedo. 

Así pues, quién lo diría, la Navidad como Revolución. Como una brecha en el tiempo que abre otra posibilidad para la vida, como un principio de esperanza, como una fuerza contra cualquiera que pretenda fijar nuestro destino, como un derecho a la fraternidad, como una invitación a rescatar cuanto perdimos en el fuego y a caminar juntos bajo la misma estrella, esperando que una luna de fiesta sea nuestro próximo cielo. Como una pista para redescubrir que el tesoro perdido de las revoluciones es la felicidad. 

Este año no puede ser otro mi deseo. 

Feliz 2018