16 de enero de 2012

Literatura y política: una polémica


La semana pasada, Ignacio Sánchez-Cuenca publicó en El País un artículo titulado «Literatura política». En él, el sociólogo se quejaba de la falta de rigor con que algunos literatos analizan el mundo de la política y sus avatares. Se amparaba para ello en dos ejemplos recientes entresacados de las páginas del mismo periódico: la alabanza de Rosa Díez que escribió Mario Vargas Llosa con ocasión de la última campaña electoral, y la crítica de Félix de Azúa al descalabro socialista en las elecciones. En el primer caso que exponía, denunciaba la ceguera en la consideración de las bondades de la previsible victoria de la derecha española, y en el segundo, la hipertrofia del nacionalismo como causa de la debacle de la izquierda. De todo ello, Sánchez-Cuenca concluía: «¿Es una aspiración desmedida acabar con la retórica de la contundencia, eliminar el matonismo verbal y reclamar argumentos y datos como materiales básicos del debate político?».

Tal pretensión no parece insensata, y sin embargo ha levantado ampollas. Al día siguiente de su publicación, De Azúa respondió con cajas destempladas en una carta al director enfáticamente titulada «La melancolía del totalitario», reacción desmesurada de un autor de genio, cuya Autobiografía sin vida es una verdadera obra maestra que debería ser de lectura obligatoria en todas las facultades de Humanidades. Básicamente, interpretaba la llamada de atención del sociólogo como una invitación a dejar de escribir. Desconozco qué desea Sánchez-Cuenca en su fuero interno, pero desde luego de la letra de su texto no cabe colegir tal extremo.

La polémica prosiguió un día más tarde, con la aparición de dos cartas al director más. En la primera, el editor Mario Muchnik recordaba que la relación entre literatura y política es inextricable y está presente desde Gilgamesh a Tom Wolfe, pasando por la entera nómina de la gran literatura mundial. En la segunda, yo mismo traté de decir que hoy sigue siendo necesaria la figura del intelectual, es decir, la del gran escritor que, además de ocuparse de su oficio, utiliza su autoridad y su fama para opinar sobre la cosa pública. Una figura que no puede caer presa de los prejuicios ni de las obsesiones, de la pereza ni de la melancolía, si quiere hacer justicia al papel que merece desempeñar en nuestras sociedades.

Y la cosa todavía coleó al día siguiente, con la publicación de sendas cartas de Jorge Martínez Reverte, aludido en el artículo, y de Manuel Cruz. El escritor, sin gracia, y el filósofo, con ella, suscitaban la cuestión de la necesidad —o no— de la especialización para escribir sobre un asunto determinado. Pero ambos concordaban en que lo que Sánchez-Cuenca prescribía era un silencio wittgensteiniano, cuando quizá sólo demandaba rigor. Sea como fuere, también es cierto que no es deseable que se desdeñen los artículos de opinión por no estar basados en estándares de cientificidad. Eso sería de un reduccionismo sofocante. Así que tal vez haya que creer a Vargas Llosa cuando escribió que, muchas veces, el lenguaje poético se vale de pequeñas mentiras para contar verdades mayores.

En definitiva, todo este asunto me parece relevante, entre otras cosas, porque en esta época en la que todo tiene que justificar su utilidad para recibir las ayudas públicas que permiten su desarrollo, los representantes del territorio de las humanidades, como recordaba Arturo Leyte, han de mostrar su valía en la penetración de sus análisis, en el sostenimiento de la crítica, y en la imaginación de alternativas a lo realmente existente o de utopías que reflejen la desnudez de lo que impera. Por todo ello, hoy en día el intelectual debe saber escuchar la máxima de nobis ipsis silemus para poder hablar con sentido, y sobre todo, huir tanto de la desmesura, que tanto preocupara Heródoto, como de la necedad, que tan bien definiera Flaubert.