22 de noviembre de 2011

La despedida

René Magritte, Les amants, 1928.
Tendría que haber sabido, y quizá sabía, que esa iba a ser la última vez que nos veríamos. Escuché por azar sobre su miedo a despedirse, pero no le di importancia o lo juzgué retórico. Aunque recordé la conversación cazada cuando le dije en el rellano ‘buenas noches’, o incluso un poco antes, cuando enfilamos el último tramo de escaleras. Y durante unos segundos, unos pasos, unos escalones, quise devolverle el significado y el valor a ese saber que había descartado. Al cabo, sin embargo, acabé pronunciando algunas frases con la ligereza de creer que no serían las últimas que le dirigiría.

A la mañana siguiente encontré una nota que había deslizado por debajo de mi puerta, y que empezaba diciendo: ‘Siento no despedirme como debiera’. Eso confirmaba mi intuición nocturna. No volveríamos a vernos. Más tarde percibí, en el tren que me alejaba de allí, el leve abismo que se abre tras cada adiós que decimos. Comprendí entonces que hay quien asume de un modo trágico el sentido del final, aunque hoy se nos mueva a aceptar de un modo irónico el final del sentido. Y no me abandona la pregunta de sí podría haber dicho algo distinto.

Todo eso me ha llevado, andando el tiempo, a pensar que somos capaces de saber de los demás mucho más de lo que queremos reconocer. Pero nos conformamos con poco. A veces nos basta con una primera impresión, con una opinión apenas formada o ni eso siquiera, con un mero prejuicio. Otras veces el conocimiento nos asusta, y soslayamos los rasgos que nos inquietan cuando los descubrimos en quien goza de nuestra benevolencia o confianza. Somos la causa de nuestra propia ceguera o de nuestra ignorancia informada. Creemos que eso nos mantiene a salvo, pero el precio es hacer de nuestros vínculos algo escasamente significativo.

La esperanza puede verse defraudada, la confianza traicionarse y pueden resultar las amistades peligrosas. Pero sin la apertura a los demás nos condenamos a perdernos el gozo de la complicidad, de intuir tantas palabras en un gesto, de compartir con la mirada pareceres. El límite de lo que decimos puede marcar el límite de nuestro mundo, pero el lazo que nos une a él nace de una sensación inefable, de un sentimiento sublime, de lo que sentimos cuando la maravilla del mundo se nos hace presente y nos requiere.

Si a la postre siempre habrá una despedida, mejor disfrutar mientras tanto de los besos, los abrazos y el cariño, y de una conversación infinita.