1 de septiembre de 2011

El dolor II

Je parlerai du revenant, de la flamme et des cendres.
Jacques Derrida
Georges de La Tour, La Madeleine à la flamme filante, detalle, c. 1638-40.
¿Cómo es saber —me dijeron— que de alguien ya sólo te van a quedar recuerdos, hacerte a la idea de que no vas a volver a verlo? Quien me hablaba se dolía de la muerte de un amigo. Todavía perplejo, no podía concebir que perdieran el sentido las frases que empezaron: «Mañana hablamos» o «recuerda que pasado hemos quedado» eran ya sólo ecos de deseos sin objeto. Nada iban a hacer de todo eso, aunque no sea el hacer lo que más se eche de menos sino la presencia y los gestos, las palabras compañeras y el oído atento a las nuestras. Pero lo peor no es que el pasado tuviera ahora algo de incomprensible, como los ademanes a medio hacer sorprendidos en las fotografías, sino que quedaba cancelado el recuerdo del futuro y las vidas posibles que albergaba: «…y a veces tengo miedo de alcanzar a tocar el mundo sin tu mirada». 

«Todas las penas del pasado se hacen más soportables cuando se las pone en un relato», se dijo a propósito de la condición humana, pero también que en ella es donde habita el olvido. ¿Por qué entonces soportar el peso de la ausencia? ¿Por qué no más bien soltar el lastre o las amarras? Quizá porque en todo tiempo que llamamos nuestro hay siempre dolor y deuda y duelo, y debemos aceptar el trabajo de volver a ver los naufragios y las pérdidas, de buscar las huellas y hallar las zonas cero que dejan las ausencias. 

Hay una ética de los restos o ruinas, de la fragilidad de la vida, que pasa por hacer presente lo que queda, por dar ser y tiempo a lo que falta. Se trata de ese principio que nos hace responsables del duelo y de la deuda, y nos invita a cumplir con el deber de memoria que nos enseña a mirar lo que por fuerza hemos de ver. Porque todo naufragio se empeña en compartir la tempestad con quien lo mira. 

Sabemos que el vacío de la pérdida permanecerá siempre, tal vez agazapado pero inquebrantable. La sangre aflora por los ojos del recuerdo. Pero tras un tiempo de silencio, y la debida distancia, ha de llegar el reconocimiento de esa herencia que no está escrita en ningún testamento, y ha de dar comienzo la elaboración del recuerdo. Es el momento de hacer frente a los espectros y hablar con ellos para conjurar su asedio; de reconocer la manera en que lo ido está aún entre nosotros; y de asumir que, a veces, es preciso vivir en la memoria de la muerte para rescatar a los ausentes de la ausencia de sentido. 

Entonces nos trasladan sus deseos y se entreveran en la trama de nuestros días, que poco a poco recupera el pulso y se rehace, guardando siempre en el recuerdo una sombra compañera que franquea el paso a un renovado deseo de vida. Y, también entonces, aprendemos de corazón que ser es siempre ser contra la muerte.