22 de febrero de 2009

El dolor I

Had we but world enough, and time.
Andrew Marvell
Georges de La Tour, Le Nouveau-né, detalle, c. 1648.
Hace ya tiempo que me debo decir algo sobre esto, aunque no me guste o no sea el recreo lo que me impulse a hacerlo y haya demorado hasta ahora el momento de pararme a pensar y sentarme a escribir. He ahí una razón de peso para recuperar este espacio y reanudar estos textos precisamente con éste, que ha de enlazarlos y sellar la brecha que la dilación ha abierto explicando que en el entretanto ha habido una cohabitación con los espectros del duelo y de la deuda y su exigencia. He aprendido que no hay que dar demasiadas cosas por descontadas y que más bien hay que contarlas para elaborar el duelo, saldar la deuda y responder de corazón al deber de la memoria. Y todo porque también soy consciente de la contingencia del espacio y el tiempo que ocupamos, que hace de todo sitio que llamamos nuestro un lugar y a la vez un asedio.

Estamos atravesados por el dolor, o eso parece. Hay una violencia atávica en todo comienzo, en todo origen un crimen, y desgarraduras o desarraigos, expulsiones o caídas recorren los pasajes de las gramáticas de la creación; el miedo aparece ahí como una experiencia primera y cuasi fundante que tiene al dolor como su corolario. Simétricamente, de la condición humana y las aporías de nuestra finitud han derivado oscuras ontologías del ser para la muerte que han sido en la historia la antesala del ser para matar. Sin embargo, dejaré ahora de lado esas experiencias por pertenecer al tiempo del mundo y no al tiempo de la vida, que es al que quiero acercarme aquí y al que seguro quiso referirse Andrew Marvell cuando escribió el verso que he puesto en exergo.

Desde luego, «si tuviéramos tiempo y mundo suficientes», serían otras nuestras cuitas y otros serían nuestros males, pero en cambio hemos de enfrentarnos de continuo con la sensación de acortamiento y angostamiento y con el sentido del fin. De un tiempo a esta parte, en el mundo de mi vida se han sucedido, en círculos concéntricos, situaciones que me han aproximado el dolor de los otros y han causado el mío propio, siendo así que una línea de sombra dibuja ahora el espacio de un tiempo anterior y una inocencia perdida por los que transitar es ya un contrasentido. La primera vez que tuve cerca el desconsuelo ajeno vi claro que, para quien lloraba, lo irreparable de la pérdida era inconmensurable con las palabras de aliento que se le procuraban; y fue en el extravío de aquellos ojos donde hallé una valiosa intuición. La intimidad del sentimiento impide la condolencia pero, en cambio, su dolor me revelaba que sí podemos auparnos al umbral de las experiencias de los otros porque éstas, no sus objetos, nos son comunes y nos hacen humanos.

Y sin embargo, qué poco alcanza ese saber teórico que muchas veces no es un saber del corazón. No tardé en darme cuenta de los efectos del escapismo y ver torcido mi propio fuste antes de que más cosas empezaran a torcerse. Fue a causa de una mirada compañera cuando estuvo empañada por una muerte cercana y no encontró en mis ojos el espejo reconfortante que sin duda buscaba. No supe mirar, y aún lo siento, lo que necesariamente tenía que ver. Palpé la clamorosa insuficiencia de la evitación a toda costa de contagiarse del dolor que nos acecha, pues retorna recrecido el daño lateral que infligimos desde ciudadelas de egoísmo terapéutico. Y aquello era el principio, aunque entonces no lo supiera, porque sólo hay principio desde un cierto final, desde la atalaya que lo atisba o señala y, como ahora, lo escribe. Aquello era el principio y, quizás, habría empezado por aquí de no saber que es ingenuo creer que todo empieza por el principio. Al contrario, los comienzos, si es que nos quedan, exigen demora y tanteo y aclaración liminar.

En fin, esto es lo hecho hasta ahora y tal vez valga tanto como nada, no lo sé. O tal vez sirva y sea el paso indispensable para decir el duelo y la deuda: «Ahora hablaré del espectro, de la llama y las cenizas».