3 de mayo de 2008

Carta a D.

André Gorz conoció a Dorine en 1947. Ahora se publica la larga carta que él le escribió hace dos años, en la que el filósofo trata de dar respuesta a una pregunta, por qué su mujer ha estado tan poco presente en su obra si ella ha sido lo más importante de su vida, y se propone reconstruir la historia de su amor para captar su sentido. Empieza: «Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco quilos y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca».

No le fue fácil, recuerda, decir ‘sí quiero’. Su ideología lo llevaba a desdeñar la institución del matrimonio. Además, sabía que ese ‘sí’ primero guardaba la promesa de su repetición, la disposición a confirmarlo no solamente un minuto después, sino mañana, dentro de un mes, de una vida. ¿Cómo comprometer entonces, con ese ‘sí’, a aquellos en quienes los dos se habrían convertido al cabo de diez o veinte años? La respuesta de ella fue insobornable: «Nosotros seremos lo que hagamos juntos».

André necesitó siempre de la teoría para dirigir su mirada al mundo. Cuando repasa su vida, confiesa que elevarse por encima de lo que sentía para teorizarlo llegó a ser una obsesión que lo condujo, en ocasiones, a sobrevolar su vida antes que a vivirla. Por eso le agradece, a ella, que le hiciese ver que el espejo de la teoría puede deformar la cambiante complejidad de lo real, que puede ser una cortapisa al pensamiento. Le escribe: «No necesitabas las ciencias cognitivas para saber que, sin intuiciones ni afectos, no puede haber ni inteligencia ni sentido».

Ya mayor, reconoce que él siempre precisó del juicio de ella más que ella del suyo y que la experiencia compartida de la fragilidad de la vida, que los unió, lo ligaba a ella de una manera inquebrantable y necesaria, más aún de lo que él mismo había querido creer. En un pasaje de conmovedora belleza, él le dice: «Para mí, eras la portadora de la puesta entre paréntesis del mundo amenazante donde yo era un refugiado de ilegítima existencia».

En los años setenta, a Dorine le diagnosticaron una enfermedad degenerativa. «Había querido creer que lo compartíamos todo, pero tú estabas sola en tu desamparo». Ese límite puso a prueba el lazo que los unía. Pero el lazó no se desató. Él se jubiló y se retiraron al campo. Vivieron así hasta su muerte, de la que ellos mismos fueron sus orfebres y poetas. André y Dorine vivieron el uno por el otro y tomaron la decisión de morir juntos. Era un fin de semana de septiembre del año pasado.

El final de la carta anticipa el desenlace: «A ninguno de los dos nos gustaría sobrevivir a la muerte del otro. A menudo nos hemos dicho que, en el caso de tener una segunda vida, nos gustaría pasarla juntos».