He tardado cinco años en terminar de leer la novela. Empecé: ‘No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra ni cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido’. Continué dos años después, y también ella: ‘Ojalá nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara, ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la atención siquiera, ojalá no nos pidieran los otros que los escucháramos, sus problemas míseros y sus penosos conflictos tan idénticos a los nuestros’. Y hace dos semanas leí el último tercio: ‘Uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado, en una misión o en una batalla, en una escuadrilla aérea o bajo un bombardeo o en la trinchera cuando las había, en un asalto callejero o en el atraco a una tienda o en un secuestro de turistas, en un terremoto, una explosión, un atentado, un incendio, da lo mismo: el compañero, el hermano, el padre o incluso el hijo, aunque sea niño. Y también la amada, también la amada, antes que uno mismo’.
Ahora ya podré releerla entera, cuando quiera y cuantas veces quiera, sin que se rompa el hilo o nuble el recuerdo. Y también su autor, Javier Marías, que ha tardado aún más en componer esta novela en tres partes: ‘Fiebre y lanza’, ‘Baile y sueño’ y ‘Veneno y sombra y adiós’; y con un título que me atrapó al instante cuando lo leí en una reseña en el otoño de 2002: Tu rostro mañana. Una cita de Shakespeare para caracterizar al intérprete o anticipador de vidas que protagoniza la obra y que trabaja en los servicios secretos británicos.
La trama es sencilla, pero eso no importa en una novela que aspira a hablar de todo, bajo la estela del maestro de la digresión que fue Sterne, y que es el ejemplo más redondo de la teoría que recorre la narrativa de Marías: sólo existe aquello que es contado. En efecto, lo importante son las conversaciones que el protagonista mantiene con su padre, el descubrimiento de las cloacas del Estado, la suerte de la joven mujer del profesor de Oxford, los excesos y las cauciones en las guerras civil y mundial; la confianza y la traición, el miedo y la muerte y, sobre todo, las palabras y el tiempo.
Las palabras que una vez dichas tienen consecuencias imprevistas, y así lo dicho en un momento de fiebre o en la emoción de un baile o en la duermevela del sueño puede viajar a la velocidad de la luz o deslizarse como una sombra y cegar a otro cualquiera, un amigo, una amante o quizá un desconocido, y ser para él veneno o lanza, e incluso adiós. Y el tiempo que no acaba nunca, pues ‘siempre hay más por venir, siempre queda, un poco más, un minuto, la lanza, un segundo, la fiebre, y otro segundo, el sueño —la lanza, la fiebre, mi dolor y la palabra, el sueño—, y también el interminable tiempo que ni siquiera vacila ni aminora el paso tras nuestro acabamiento’. Un tiempo que nos desafía recordándonos que no sabe que lo cuentan, que el círculo nunca se cierra, que ‘lo interrumpido no puede reanudarse, que aquel hueco permanece siempre, quizá agazapado pero constante, y que un antes y un después nunca se sueldan’.
El protagonista siente al fin que el mañana ha llegado para su rostro. Termina la novela y comienza ya a ser pasado. Pero nosotros sabemos que sin la memoria del ayer no hay ilusión para mañana.