5 de junio de 2007

Geografías



Podemos ver el mundo observando a nuestro paso los surcos abiertos en la tierra baldía o transitando laderas pedregosas. También podemos verlo a vista de pájaro, bajo la lluvia de los tristes trópicos o a ras del suelo pantanoso de la tundra. Más arriba aún distinguiremos el contorno anguloso de las islas del archipiélago o la forma de los arrozales junto al delta del río. Pero sólo desde el espacio podremos ver todo el planeta, con su color aguamarina y su combinación de verdes agrestes y ocres polvorientos, entre las nubes.

En alguna parte leí que la fotografía de la Tierra desde el espacio es quizá la obra de arte más bella del siglo veinte. En ella, las fronteras desaparecen y también las personas, y el ruido. Vemos sólo esa pequeña esfera dominada por el azul y podemos sentir que es nuestra casa y sus habitantes nuestros conciudadanos; una emoción parecida a la que debió de experimentar Marco Aurelio mientras meditaba con la mirada puesta en el cielo de Viena. Nada humano me es ajeno, debió de pensar, recordando a Terencio.

No hace mucho que descubrí en una web una nueva manera de ver el mundo. Se trata de unos mapamundis estadísticos en los que el tamaño de los países crece o decrece en función del dato reflejado en ellos. Sobre estas líneas dejo dos ejemplos. Uno de ellos muestra los países que importan más juguetes; el otro, los lugares donde más abunda el trabajo infantil. La abrumadora asimetría habla por sí sola; no hace falta decir más.