Yanidel, Under the roofs of Paris, © 2010. |
Cuenta un geógrafo que la trayectoria vital del ser humano comienza en casa para después salir al mundo y al fin volver a casa. Por eso el sueño de la cultura es lograr que nadie sienta que los límites de su casa son también los de su mundo sino, más bien, que el mundo sea su casa. Yo he tenido siempre en cuenta en mis salidas que hay que apartar los ojos de la cámara para encuadrar el resumen del viaje en la mirada. Y para mí París ha sido, desde hace años, una atalaya privilegiada para observar y enriquecerme con esos otros mundos que habitan éste. Pero siempre, hasta ahora, viajaba acompañado, sin saber que la belleza de la ciudad se hace áspera en la garganta si no hay nadie a quien contársela.
Ahora sé que una ciudad a solas no tarda en hacerte saber que tú no constas, y notas cuando paseas que ni siquiera te corresponde la imprecación de los anuncios que amueblan las paredes. Una ciudad a solas te muestra a cada rato toda la crueldad de estar de paso, y tú le sonsacas al escombro la manera autóctona de conjugar el desarraigo. La soledad deja de ser lisa y llanamente una dulce ausencia de miradas y aprende, impitoyable, a despertarte en plena madrugada. Hasta que el saberte de allí durante un tiempo te mueve a amoldarte a las esquinas y a hacerte acompañar por quienes, al compartir tu diferencia, te van alejando poco a poco del desasosiego de ser otro.
Ahora sé que si sales invicto de unos días que impacientan y pasas a formar parte de los leves cambios de las horas, aprendes a desabrochar la espesura de la noche y gozas de la luz inmarcesible del sol rotulado en tu ventana. Entonces el paisaje se va tornando familiar a cada paso, y las fachadas y las plazas ya no te degradan cuando escupen, altivas, la savia de su belleza impune. Entonces comprendes a los adoquines que soñaron incorporarse en barricadas y tus huellas cuajan en historias que convierten los espacios que transitas en lugares de memoria. Te escuchan los museos y los bares, te cuentan que estuviste de buen grado y tú regresas con la satisfacción inquebrantable de haber encontrado un hogar en el viaje.
Por eso agradezco a todos los que han hecho que descubra en el paisaje la mitad de la belleza que reside en los ojos del que mira, que aprenda a prestarles atención a las soledades de babel que rozan mi costado y que entienda por fin que puedes encontrar el todo y la nada en un puñado de moras de zarza. Ahora veo sus gestos a medio hacer varados en las fotografías que hicimos; con ellas transformamos los monumentos en lugares comunes y, a la inversa, los lugares cotidianos en jalones de una historia cuyos capítulos reencuentro al poner en movimiento las fotografías con los ojos del recuerdo. Así recupero cada lance, cada sonrisa, cada baile, cada charla, y termina de hacerse cada uno de los gestos que los singularizan.
Y así el mundo es, un poco más, mi casa.