Decir París es saber que casi todo se ha dicho. Y sin embargo, tras dos meses allí, algo tengo que decir, por insignificante que sea, sobre mi experiencia. Quizás valga esta consideración histórica para empezar: París representó en el siglo XIX, a través de los votos y las barricadas, el espíritu de la época: la emancipación. En París se reconoce hoy, a través de sus bulevares y sus arrabales, lo propio de nuestro tiempo: el contraste.
Contrasta, podrá decirse, un sol que ciega en las baldosas del Trocadéro y un viento que destroza los paraguas delante de Notre-Dame; o la visibilidad panóptica de la plaza Saint-Michel y la recóndita y nocturna de la calle de la Butte aux Cailles; o el paisanaje manierista de un café de Saint-Germain-des-Prés y el más ligero y mudable de un local del bulevar Jourdan; o aun el arpa que en la sala de conciertos parece arrancar sonidos a lágrimas de cristal y la voz licorosa que emerge del sótano del mundo en una esquina de los pasillos de Châtelet-Les Halles.
Pero con eso no haremos más que empezar. Habrá que hablar de París y decir que su belleza hace hasta de los clochards una más de las guirnaldas que ornan las aceras cercanas al Elíseo. O habrá que mencionar la contemplación de la torre Eiffel a través de la ventana del metro y decir que nos arroba la belleza por el contraste entre la chapa ajada del vagón y la majestuosa silueta de la torre de hierro y entre la majestuosa melodía que hace vibrar nuestros sentidos y el rostro ajado del acordeonista que la toca. O habrá que reconocer que la armonía espejeante y simétrica de los edificios de Haussmann no deja ver que el lado oscuro de la opulencia lo componen quienes, en los márgenes, depositan sus esperanzas en la lotería en lugar de en la república.
Ese París de contrastes es el que con el tiempo de todas las veces que lo he visto y visitado he aprendido a situar en el mapa de mis emociones. Pero, aun así, para mí decir París no es sólo eso. De nuevo, no he hecho más que empezar. Las consideraciones personales con las que quiero seguir tienen que ver con los nombres que en cada momento han poblado mientras yo lo hacía y conmigo el paisaje de París; con ese universo de gestos y de palabras que hace amable y humano el entorno. A todos ellos dedicaré mis próximas palabras porque decir París es, para mí, decirlos un poco a todos ellos como un susurro quedo.