El arquetipo del nostálgico es aquel que siente una desazón vaga y sosegada pero profunda y permanente. Al hacer memoria, recuerda y retiene algo pasado y perdido pero dichoso; y se entristece. Lo que ayer fue ardor, donaire y regocijo hoy es tibieza, disgusto y congoja; lo que ayer fue un rostro o una sonrisa, o una palabra, hoy es un espectro o una sombra, o un susurro. El nostálgico asienta su pesar sobre una ausencia y recuerda todos y cada uno de los detalles del cuerpo que lo abandonó; o siembra su tristeza sobre un momento agostado y aún ve con los ojos de la memoria todos y cada uno de los rincones de su casa el día que partió. Cree que se dejó algo en la casa derribada o el amor marchito o la batalla perdida, en el caso omiso o el papel ajado o el cuerpo querido; se dejó una parte de sí que lo lastra y conmueve, lo agita y paraliza.
Pero el arquetipo casi nunca existe y este nostálgico, si existe, está en minoría. ¿Cómo sentir nostalgia en un entorno en el que nada permanece?
La memoria tiende de forma irresistible a la idealización: los hechos desagradables se arrumban y se ocultan y borran y los momentos dichosos se subliman y se moldean y recrean. Así se dibuja el tiempo pasado: así se traza el contorno del espacio en que se informan y coagulan los recuerdos revisitados y reescritos, las imágenes de todos los naufragios y todas las caídas, los iconos de todos los anhelos y todas las fantasías. Ahí cuaja la nueva nostalgia: el nostálgico echa la vista atrás y ve su pasado a través de un espejo deformante: al hacer memoria, recuerda y retiene momentos que no han pasado y que por ende nunca ha perdido; y quiere volver a ellos. Donde ayer hubo traición y mentira hoy habrá excusa y motivo.
Pero sólo se puede regresar a un lugar idílico con una ficción recreada en sueños. Nadie puede decir «y yo también estuve en la Arcadia» sin sobrescribir su memoria con ese trazo que hace del espectro una figura, con esa cercanía que convierte al rumor en una palabra amiga, con ese color que hace de la sombra una sonrisa.
El nostálgico sabe que la memoria desdibuja y anubla siempre y traiciona e incluso miente a veces. Pero la mentira persiste y tiene crédito y el nostálgico muda su objeto: quiere ahora recuperar un presente con pasado y con futuro; o quiere regresar a un mundo en que «proponer sea más fácil que citar»; o quiere volver al instante en que la posibilidad aún no estaba cancelada ni la puerta cerrada ni la oportunidad perdida; quiere saber que puede sentir nostalgia y sentirla; quiere volver al lugar de donde viene antes de saber que nunca será su Arcadia. El nostálgico se pregunta por el pasado de su ilusión; y se entristece: echa de menos los cuerpos que desaparecieron entre sus sábanas antes de haberlos rozado, las palabras que nunca dijo al amigo deshecho o a la amada en secreto, las caricias y abrazos que no dio porque no supo ver que se los reclamaban; el parque antes de la lluvia, la inocencia antes de la conversación raptada, la amistad antes de traicionarla; de meter la pata, de fruncir el ceño o de hundir las manos en el barro o verlas manchadas de sangre.
Pero todo eso es sólo vaho y niebla, apenas nada; es sólo alucinación y delirio, espejismo y ensueño y quimera y fantasía. El nostálgico ahora sólo echa de menos todos los futuros posibles de su pasado.