27 de enero de 2016

Después de la nada

Hoy es el día internacional en memoria de las víctimas del holocausto. Una fecha tempestiva para recordar cómo el arte se ha enfrentado al pasado después del “año cero” de la cultura europea. De todas las formas en que lo ha hecho, prestaré atención a la que se ha inspirado en una poética que Rancière llama (sur)realista, porque me parece una respuesta consecuente con el famoso aserto de Adorno sobre la oportunidad de la poesía después del exterminio. Y, precisamente por serlo, no concede trocar el lenguaje por el silencio. 

“Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. No es justo interpretar este dictum como la proscripción de la creación artística. Debe entenderse más bien como el intento de liberar el arte de la obligación de representar todos los sucesos del mundo moderno. Es decir, como la voluntad de evitar que la violencia se disuelva en la estética. Adorno nos conmina a nombrar lo innombrable más allá de su denominación. 

El arte de historia, escrutando sus posibilidades, concibe una figuración desprendida de las reglas clásicas de la representación. La encuentra buscando escapar del dilema planteado por Sartre: o bien el pintor de los horrores huye de la belleza, pero ahuyenta al espectador, o bien lleva la belleza al campo de concentración, pero traiciona las exigencias del arte y de la historia. Una salida del laberinto es no pintar los horrores ni soslayarlos, esto es, pintar lo que no produce horror ni indiferencia: la deshumanización. “La ausencia humana en el hombre”, por decirlo con De Chirico. 


Con esa frase, el pintor italiano evoca su impresión ante la recreación de un paisaje cenozoico, anterior a la vida humana en la Tierra. Un paisaje que reencuentra en Böcklin, en Poussin o en Lorrain, pero también en la paleta de Otto Dix después de la guerra. En 1917, De Chirico renueva la pintura de historia transfigurando la despedida de Héctor y Andrómaca antes de salir al campo de batalla a las puertas de Troya. Una tragedia que, elocuentemente, vuelve a pintar en 1946.



La pintura ausculta la civilización y conjura el espectro del pasado, en el doble sentido de invocar una presencia y alejar un daño. No persigue tanto comprender lo acontecido como exponer lo inhumano, al margen de toda banalización. Solo así la hýbris de la historia halla una expresión estética que no sutura en falso las heridas abiertas en el corazón de lo humano.



La brecha por la que se cuela ese viento frío de inhumanidad del que habla Steiner puede señalarse de muchas maneras. Dix escoge las metamorfosis de la figura humana, transformando sus máscaras de gas en máscaras de comedia o quizá de muerte. Hofer convoca la presencia espectral de los campos de la muerte en los personajes desorientados y desnudos de La cámara negra. En El huevo rojo, Kokoschka convierte los gestos del poder en las muecas irrisorias de un juego pictórico.



Pero quiero terminar con dos retratos de Primo Levi, ambos de un simbolismo tranquilo, que Larry Rivers pinta en 1987. En uno de ellos, tras la figura pensativa del escritor aparece la silueta del prisionero, como ascendente o recuerdo imborrable. En el otro, de las manos del testigo sale el paisaje de las alambradas, las vías de tren y las familias marcadas con la estrella de David, recordándonos el valor irremplazable del testimonio. Sobreimpresión tomada del cine, descomposición tomada de la antigua cronofotografía: el arte no ha dejado de explorar las formas de expresar el trauma.

 
La virtualidad de esta pintura de historia, en fin, es que hace posible algo justo allí donde se asoma su imposibilidad. Crea en un espacio destruido y en un tiempo arruinado. Siembra en la tierra baldía y confía en que algunas semillas crecerán, aunque otras no. Y deja constancia de que, después de una gran historia demolida, todavía hay mil historias mínimas que contar.