29 de julio de 2015

La resistencia íntima

«La conciencia sin comunicación es imposible. En este sentido se puede decir que el diálogo precede al lenguaje y lo genera». He recordado esa máxima, del semiólogo Iuri Lotman, al leer esta otra, más reciente: «La primera palabra es el ruego, y la segunda el amparo». El grito, el llanto y el ruego son expresiones de los primeros momentos de la existencia. Para rogar no hace falta decir ni una palabra, basta con una mirada. Asimismo, el “no” primigenio no es el de la negación descriptiva, sino el del rechazo a la amenaza o la agresión. Tampoco es necesario decir nada para dar consuelo o cobijo. Puede hacerse también con los ojos. El seno materno es acogida antes de que el niño —el infans, el que no tiene voz— aprenda la lengua materna. Porque al “no” originario responde un “sí” anterior a la comunicación: el sí al otro y a lo otro, el sí de los brazos abiertos y la bienvenida. 

«La primera palabra es el ruego, y la segunda el amparo», insistamos todavía. Solo más tarde viene la pregunta, que es «hija del ruego». Después de rogar, interrogamos. “¿Cómo estás?” Si pudiésemos cepillar la superficie fosilizada de esta expresión, a buen seguro percibiríamos su vida interior, sus hondas intenciones, la disposición sincera a cuidar del otro que alberga. Literalmente, se trata de una pregunta, pero en el fondo es ya proximidad, contacto. Y aquí trasparece la afinidad entre las palabras y el tacto. El decir, cuando no se preocupa de lo ya dicho sino de la atención al otro y de lo que está siempre por decir, es un acariciar. Hay un desafío ético en la mirada del otro. Si lo aceptamos, si abrazamos la “impenetrabilidad abierta” de la otra cara, entonces todo contacto tiene que estar presidido por la cortesía en la comprensión, por el tacto del corazón —y, como escribe George Steiner, «la parábola del Tomás que duda en el jardín cristaliza los múltiples misterios del tacto». 

Por fin, gracias al otro, pues el lenguaje no se aprende del mundo, nos interrogamos. Cada uno de nosotros somos una articulación, una tensión, una sutura. No somos homogéneos ni transparentes, por eso nos preguntamos por nosotros mismos. Nuestra identidad contiene ya la alteridad, por eso Paul Ricœur nos muestra las virtudes de aprender a verse a sí mismo como otro. «La reflexión es una flexión sobre sí», y así se entiende la conciencia: como un junco cuya punta, al flexionarse, toca la raíz. Pero, para que haya reflexión, tiene que haber antes luz y refracción: otredad. Heidegger acertó al vincular la luz natural, la claridad, con la apertura de la existencia. «La conciencia sin comunicación es imposible». El círculo se cierra. 

Pero solo para abrir la posibilidad de otro comienzo. Quien ha aprendido que el lenguaje no es la casa del ser, sino de cada uno de nosotros, y que la esencia del lenguaje es el amparo, puede sentarse a la mesa. El plato humeante nos transmite el calor del hogar, el aceite nos evoca la luz del sol y el olivo y la tierra donde se arraiga, el pan nos remite a los campos de trigo y a los molinos y a la cosecha. Pero, sobre todo, a los demás: «el pan es lo que se comparte y los compañeros, literalmente, los que comparten el mismo pan». La vida en común tiene su indispensable corolario en el comer juntos. «El pan, la sal, la fiesta, el duelo y la paz: de todo esto que se comparte depende la siempre difícil y precaria comunidad del nosotros», desde la cual aprendemos hasta qué punto vivir es resistir. 

Así es como empieza La resistencia íntima, de Josep Maria Esquirol. En estos tiempos que corren sin saber hacia dónde, y nos arrastran con ellos, no conviene perdérsela.