4 de julio de 2006

Íncipit


«No nos quedan más comienzos. Íncipit: esa orgullosa palabra latina que indica el inicio sobrevive en nuestra polvorienta palabra ‘incipiente’. El escriba medieval marca la línea inicial, el capítulo nuevo con una mayúscula iluminada. En su torbellino dorado o carmesí el iluminador de los manuscritos coloca las bestias heráldicas, los dragones matutinos, los cantores y los profetas. La inicial, en la cual el término significa comienzo y primacía, actúa como fanfarria; enuncia la máxima de Platón —de ninguna manera evidente— de que en todas las cosas, naturales y humanas, el origen es lo más excelso».

Así comienza George Steiner sus Gramáticas de la creación. «No nos quedan más comienzos». Ciertamente, ésta nuestra cultura está mucho más preocupada por el final u ocaso; o el Apocalipsis. Y, por tanto, también por la imaginaria tarea de recomenzar, de empezar de nuevo, de reconstruir lo que fue a partir de las cenizas o ruinas o vestigios de una civilización reducida a tierra quemada o, cuando menos, a tierra en blanco.

¿Cómo cargar con el fardo de la responsabilidad de escribir la primera palabra o la inicial siquiera, de poner la primera piedra, dar el pistoletazo de salida, declarar inaugurado o celebrar el estreno? «Comenzar es poner fin al origen», escribió José Enrique Ruiz-Domènec: poner fin a lo inefable e inenarrable; perderle el miedo o el temor reverencial, dejar de echarlo de menos y de querer volver a él, pues no hay un origen, tan solo muchos pequeños comienzos o quizá simplemente infinitos parpadeos o intermitencias. El de esta bitácora es uno —y, ciertamente, uno menor— de ellos.

Al cabo, como nos recuerda Agustín García Calvo, el tiempo no sabe que los hombres lo cuentan. Suspendidos en un tiempo disyunto —out of joint, al decir de William Shakespeare— y sabedores de que nuestras palabras se fundirán en el ciberespacio sin perfil de la red, podemos dejar el fardo, soltar el lastre, coger los remos y la pluma. Y navegar. Y comenzar a contar.